
CRÓNICA DE LA RUTA DE LA ISLA DE RASCAFRÍA AL PUERTO DE COTOS.
22 de noviembre de 2025.
El día comenzó con ese silencio especial que solo se escucha en el valle del Lozoya: un rumor suave del río, el aire frío que despierta la piel y el aroma húmedo de los pinares.
Poco a poco, los miembros del Grupo Excursionista de Peñalara fueron reuniéndose en el área recreativa de La Isla, con saludos cálidos, sonrisas aún somnolientas y la ilusión tranquila de quien sabe que le espera un buen día de montaña.
Los primeros pasos, rumbo a la M-604, fueron un pequeño rito de inicio. Tras cruzar la carretera, la pista que asciende al monumento al guarda forestal marcó el comienzo real de la aventura.
Allí, algunos levantaron la vista hacia los perfiles lejanos de Peñalara, aún cubiertos por las sombras del amanecer, como si saludaran a un viejo conocido.
La pista forestal nos llevó entre árboles altos, y enseguida el camino giró hacia el Palero, donde el sendero empezó a ganar altura suavemente.
El grupo avanzó tranquilo, cada uno a su ritmo, compartiendo conversaciones, silencios, respiraciones profundas.
La silla de Malabarba y la sillada de Garcisancho aparecieron como viejas marcas de quienes han pasado antes por estas montañas. Entre paso y paso, la naturaleza nos acompañaba con su propio lenguaje: el crujir de las hojas, el viento que se colaba entre los troncos, el murmullo del arroyo que desagua la Laguna de Peñalara, cuyas aguas cristalinas cruzamos con una mezcla de respeto y alegría infantil.
Al llegar a la Pradera, un espacio cargado de historia y memoria, el paisaje se abrió. Allí, donde antaño acampaban guerrilleros del Ejército de Tierra, el grupo caminó en silencio unos instantes, como si el lugar invitara a escuchar lo que ya no se oye.
La llegada a Cotos fue la primera recompensa del día. Entre el bullicio de otros montañeros y el inconfundible aroma de la Venta Marcelino, el grupo disfrutó de un merecido descanso de media hora. Hubo risas, bocadillos compartidos, termos de café que pasaron de mano en mano y miradas que decían sin palabras: qué bien sienta estar aquí.
El regreso comenzó por las escaleras del extremo del aparcamiento, que nos llevaron a una senda estrecha que se abría paso entre prados luminosos. Las montañas, ahora bañadas por la luz del mediodía, parecían más cercanas, más vivas. El camino descendió hacia el arroyo de las Guarramillas y luego hacia el río Lozoya, ese compañero fiel que nos abrazó con su sonido fresco durante buena parte del trayecto.
Las pistas forestales nos guiaron entre pinares que olían a resina y sol. Y entonces apareció la presa del Pradillo, siempre bella, con sus aguas quietas reflejando el cielo como si fuera un espejo tranquilo. Algunos se detuvieron un instante para contemplarla, como quien guarda un recuerdo para más adelante.
El último tramo, hacia La Isla y el aparcamiento, se convirtió en una caminata suave, casi meditativa. El cansancio empezaba a notarse, pero también esa satisfacción profunda que deja una ruta bien hecha: 18,5 kilómetros, unos 800 metros de desnivel y ninguna otra dificultad que no fuera dejar atrás, poco a poco, la belleza del camino.
Al finalizar, el grupo se despidió con la promesa silenciosa de volver a encontrarse pronto en otra ruta. Porque, más que una excursión, había sido un día de conexión: con la montaña, con los demás y con uno mismo.

Texto de Miguel Ángel Ruiz.
Fotografías de los asistentes a la ruta.


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